¿Cómo prolongar a lo largo del tiempo la indisciplina y la rebeldía, más allá del momento puntual de catarsis donde se le pone el cuerpo a la represión en la calle?
Cuando no se cuenta con una estrategia política y con una ideología que a largo plazo marquen el camino, terminamos dependiendo del humor y de las emociones del momento.
Las emociones son fundamentales en la lucha. Nadie estaría dispuesto a arriesgar su vida y a perderla, si fuera necesario, única y exclusivamente por haber comprendido teóricamente los conceptos de plusvalor o de trabajo abstracto. Sin emociones reales, sin sentimientos, sin sueños y fantasías, la vida sería sumamente aburrida y la lucha de clases sería apenas un teatro negro del absurdo, repleto de autómatas, marionetas o burócratas racionales.
Pero la política revolucionaria no puede subordinarse a los altibajos erráticos de los estados de ánimo. Se nos impone el desafío de mirar un poquito más allá de la coyuntura inmediata y del vaivén de nuestras emociones diarias.
Allí aparece, en primer plano, la importancia insustituible de la cultura revolucionaria, de la voluntad organizada de lucha, de la ética de la rebelión, de la creación ininterrumpida de conciencia socialista y de subjetividad insurrecta. La necesidad de una concepción del mundo y de una ideología propia, no ajena. La necesidad de la formación teórica para poder elaborar –colectivamente- una estrategia.
Lograr superar el posterior apaciguamiento –y el peligro de cooptación…- que sigue a la rebelión de masas implica una tarea dura, anónima, persistente y a largo plazo. Un trabajo de hormiga o, en los términos preferidos por Carlos Marx, un trabajo de topo.
La revolución –ni siquiera en las estrategias insurreccionalistas más desenfrenadas- jamás se logra de un día para otro ni se produce, espontáneamente, por un espasmo instantáneo y repentino. Aunque hoy estén de moda –principalmente en los saberes universitarios, aunque también en una que otra organización popular- mil y una narrativas espontaneístas y pretendidamente “horizontalistas”, la conciencia revolucionaria jamás nace automáticamente. Hay que conquistarla. Hay que crearla.
Nada crece espontáneamente, excepto las malas hierbas. Sin una lucha por la conciencia y por la hegemonía socialista, el sentido común queda pasivo alimentándose de la ideología enemiga. ¡No nos olvidemos de la DICTADURA de los medios de comunicación en la que vivimos! Sin un trabajo político y social a largo plazo la conciencia puede llegar, a lo sumo , hasta el límite del… enojo visceral y la furia pasajera contra los patrones. ¡Pero nada más!. Para pasar de la ira y de la bronca a la acción política, hay que sembrar, hay que abonar y hay que regar el sentido común todos los días. Es el único camino para que en su seno florezcan la conciencia socialista y los valores de hombres nuevos y mujeres nuevas.
La construcción de esta nueva subjetividad, antiautoritaria, antiburguesa, antipatriarcal, anticapitalista y antimperialista, es decir, socialista, jamás fue ni será fruto de un decreto administrativo (aunque ese decreto tenga el sello prestigioso del postestructuralismo francés o del multiculturalismo norteamericano, ambos a la moda…).
Por más heroica que entonces haya sido, la rebelión del 19 y 20 de diciembre no duró para siempre. Después vino, una vez más, como suele suceder, el trabajo de pinzas. El garrote y la zanahoria. El león y la zorra, como decía Maquiavelo. La combinación de la represión (la masacre del Puente Pueyrredón contra el movimiento piquetero, la represión en la fábrica recuperada Brukman contra sus obreras, etc.) y los intentos de cooptación (las apelaciones del nuevo gobierno al “capitalismo nacional”, sus mesas de diálogo, los subsidios, etc.).
Lo que sucede es que toda rebelión es pasajera si no logra sedimentarse a lo largo del tiempo. Sin una lucha sistemática y organizada por la hegemonía socialista en el seno de nuestro pueblo, jamás lograremos cambios duraderos. Que nuestros muertos y el 19 y 20 de diciembre no se olviden depende, también, de nosotros.
La conciencia, la cultura política, la subjetividad popular y el sentido común de las clases subalternas y explotadas se presentan como ámbitos de disputa. No están cristalizados, están abiertos y en movimiento. La batalla teórica y cultural en todos esos terrenos se convierte, entonces, en una tarea colectiva impostergable y a largo plazo.
Nestor Kohan en el Capital, historia y método.
Cuando no se cuenta con una estrategia política y con una ideología que a largo plazo marquen el camino, terminamos dependiendo del humor y de las emociones del momento.
Las emociones son fundamentales en la lucha. Nadie estaría dispuesto a arriesgar su vida y a perderla, si fuera necesario, única y exclusivamente por haber comprendido teóricamente los conceptos de plusvalor o de trabajo abstracto. Sin emociones reales, sin sentimientos, sin sueños y fantasías, la vida sería sumamente aburrida y la lucha de clases sería apenas un teatro negro del absurdo, repleto de autómatas, marionetas o burócratas racionales.
Pero la política revolucionaria no puede subordinarse a los altibajos erráticos de los estados de ánimo. Se nos impone el desafío de mirar un poquito más allá de la coyuntura inmediata y del vaivén de nuestras emociones diarias.
Allí aparece, en primer plano, la importancia insustituible de la cultura revolucionaria, de la voluntad organizada de lucha, de la ética de la rebelión, de la creación ininterrumpida de conciencia socialista y de subjetividad insurrecta. La necesidad de una concepción del mundo y de una ideología propia, no ajena. La necesidad de la formación teórica para poder elaborar –colectivamente- una estrategia.
Lograr superar el posterior apaciguamiento –y el peligro de cooptación…- que sigue a la rebelión de masas implica una tarea dura, anónima, persistente y a largo plazo. Un trabajo de hormiga o, en los términos preferidos por Carlos Marx, un trabajo de topo.
La revolución –ni siquiera en las estrategias insurreccionalistas más desenfrenadas- jamás se logra de un día para otro ni se produce, espontáneamente, por un espasmo instantáneo y repentino. Aunque hoy estén de moda –principalmente en los saberes universitarios, aunque también en una que otra organización popular- mil y una narrativas espontaneístas y pretendidamente “horizontalistas”, la conciencia revolucionaria jamás nace automáticamente. Hay que conquistarla. Hay que crearla.
Nada crece espontáneamente, excepto las malas hierbas. Sin una lucha por la conciencia y por la hegemonía socialista, el sentido común queda pasivo alimentándose de la ideología enemiga. ¡No nos olvidemos de la DICTADURA de los medios de comunicación en la que vivimos! Sin un trabajo político y social a largo plazo la conciencia puede llegar, a lo sumo , hasta el límite del… enojo visceral y la furia pasajera contra los patrones. ¡Pero nada más!. Para pasar de la ira y de la bronca a la acción política, hay que sembrar, hay que abonar y hay que regar el sentido común todos los días. Es el único camino para que en su seno florezcan la conciencia socialista y los valores de hombres nuevos y mujeres nuevas.
La construcción de esta nueva subjetividad, antiautoritaria, antiburguesa, antipatriarcal, anticapitalista y antimperialista, es decir, socialista, jamás fue ni será fruto de un decreto administrativo (aunque ese decreto tenga el sello prestigioso del postestructuralismo francés o del multiculturalismo norteamericano, ambos a la moda…).
Por más heroica que entonces haya sido, la rebelión del 19 y 20 de diciembre no duró para siempre. Después vino, una vez más, como suele suceder, el trabajo de pinzas. El garrote y la zanahoria. El león y la zorra, como decía Maquiavelo. La combinación de la represión (la masacre del Puente Pueyrredón contra el movimiento piquetero, la represión en la fábrica recuperada Brukman contra sus obreras, etc.) y los intentos de cooptación (las apelaciones del nuevo gobierno al “capitalismo nacional”, sus mesas de diálogo, los subsidios, etc.).
Lo que sucede es que toda rebelión es pasajera si no logra sedimentarse a lo largo del tiempo. Sin una lucha sistemática y organizada por la hegemonía socialista en el seno de nuestro pueblo, jamás lograremos cambios duraderos. Que nuestros muertos y el 19 y 20 de diciembre no se olviden depende, también, de nosotros.
La conciencia, la cultura política, la subjetividad popular y el sentido común de las clases subalternas y explotadas se presentan como ámbitos de disputa. No están cristalizados, están abiertos y en movimiento. La batalla teórica y cultural en todos esos terrenos se convierte, entonces, en una tarea colectiva impostergable y a largo plazo.
Nestor Kohan en el Capital, historia y método.
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